Soñé que era Caitlin Moran. Soñé que era una
mujer. Vivía en Inglaterra. Que podía ser mujer. Que era mujer. Soñé que escribía. Mientras soñaba escribía.
Una novela. Un texto que se leía con claridad en mi mente. Si en ese momento
alguien hubiese visto mi cara hubiese podido pronunciar todas y cada una de las
palabras que se dibujaban en mi mente, una a una. Soñé que escribía sobre
feminismo, sobre ser mujer. Que escribía lo que de verdad quería explicarle al
mundo. Soñé que era una chica, que escribía sobre mis preocupaciones, sobre las
cosas que pienso y no digo. Soñé que escribía sobre la verdad. Que escribía
sobre lo que soy. Que me alejaba de los prejuicios, de los miedos, del terror a
la ofensa, a que mi madre leyese las palabras “masturbación”, “sexo” o “dolor”
transportadas a través de la punta de mis dedos al teclear, surgidas de lo más
hondo de mis neuronas. Soñé que así es que como debería sentirme al escribir:
libre, segura, sola. Soñé que podía hablar de lo que me gustaba aunque no
supiese tanto sobre ello como otras personas. Que podía hablar de feminismo sin
ser Virginia Woolf, sin ser Beauvoir, sin contarlo en internet. Que podía hacer
literatura sin ser Hemingway, sin ser Kafka, sin ser todos los demás. Sin ser
Caitlin Moran. Porque al dejar lo que estaba haciendo. Al dejar de escribir y mirar
en el espejo. Ahí estaba. Era ella. No era el resto. Nadie que no hubiese visto
antes. Tampoco alguien nuevo. Era yo. Nadie más. Soñé que era yo y que podía
escribir en libertad, desde y para mí, sin pensar en los demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario