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lunes, 11 de julio de 2016

Soñé que era Caitlin Moran

Soñé que era Caitlin Moran. Soñé que era una mujer. Vivía en Inglaterra. Que podía ser mujer. Que era mujer.  Soñé que escribía. Mientras soñaba escribía. Una novela. Un texto que se leía con claridad en mi mente. Si en ese momento alguien hubiese visto mi cara hubiese podido pronunciar todas y cada una de las palabras que se dibujaban en mi mente, una a una. Soñé que escribía sobre feminismo, sobre ser mujer. Que escribía lo que de verdad quería explicarle al mundo. Soñé que era una chica, que escribía sobre mis preocupaciones, sobre las cosas que pienso y no digo. Soñé que escribía sobre la verdad. Que escribía sobre lo que soy. Que me alejaba de los prejuicios, de los miedos, del terror a la ofensa, a que mi madre leyese las palabras “masturbación”, “sexo” o “dolor” transportadas a través de la punta de mis dedos al teclear, surgidas de lo más hondo de mis neuronas. Soñé que así es que como debería sentirme al escribir: libre, segura, sola. Soñé que podía hablar de lo que me gustaba aunque no supiese tanto sobre ello como otras personas. Que podía hablar de feminismo sin ser Virginia Woolf, sin ser Beauvoir, sin contarlo en internet. Que podía hacer literatura sin ser Hemingway, sin ser Kafka, sin ser todos los demás. Sin ser Caitlin Moran. Porque al dejar lo que estaba haciendo. Al dejar de escribir y mirar en el espejo. Ahí estaba. Era ella. No era el resto. Nadie que no hubiese visto antes. Tampoco alguien nuevo. Era yo. Nadie más. Soñé que era yo y que podía escribir en libertad, desde y para mí, sin pensar en los demás. 

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