Aquí os cuento algunas cosas que me pasan por la cabeza.
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miércoles, 8 de marzo de 2017
confieso
Cuando pienso en quién soy y por qué no me
gusto la mayoría de días de mi vida me planteo si esa forma de verme tiene algo
que ver con el hecho de que soy una mujer, si eso tiene algún tipo de correspondencia
con lo que me han enseñado desde pequeña y si mi inseguridad y mi miedo nacen
de lo aprendido en el contexto de esta sociedad machista.
Cuanto más lo pienso y lo evalúo mediante lo
que se parecería a un esquema mental en el que en medio se situaría la palabra mujer rodeada por otros conceptos como autoestima, aspecto físico, miedo, inseguridad y un largo número de ideas
nada alentadoras, más entiendo que ser mujer en el mundo en el que vivo y en el
entorno en el que me muevo sí tiene que ver con sentirme como me siento.
Una tarde, vagando por la casa sin sentido
alguno como suelo hacer, descubrí que mi autoestima es más bien baja; un
pensamiento que me atravesó como un rayo y me puso en estado de alerta. Bajo
todas esas capas de fortaleza, de conciencia feminista, empoderamiento y armaduras
de protección contra daños reales había algo más, algo dérmico que salía a la
superficie por la vía de los pensamientos que se generan cada día en mi cabeza
desde el momento en el que me despierto hasta en el que me duermo. Y es que he
descubierto que, en cierta manera, me odio (por lo menos un poquito) a mí misma.
Y que no me gusta nada.
Cuando me levanto por las mañanas suelo
mirarme al espejo, enseguida me doy cuenta de que tengo la cara hinchada,
ojeras y unos párpados que más bien parecen cojines rojos y venosos. Anda, un
grano. Mi pelo se ha deformado debido a que he dormido a mis anchas toda la noche,
a pesar de mis esfuerzos por mantener una posición que haga que se mantenga
decente al día siguiente, cosa que está claro que no ha funcionado.
Abro el armario y no sé qué ponerme, así
que opto por cualquier cosa que no me haga pensar demasiado. Total, yo ya desde
el minuto uno ya sé que ese día tengo mala cara y elegir ropa bonita no va a
mejorar la situación. A veces me maquillo y otras no, porque no me apetece.
Algunos fines de semana la gente me propone
planes, pero yo me lo pienso mucho antes de decir que sí. Toda esa batería de
pensamientos se basan en un análisis pormenorizado acerca de cómo me voy a
sentir en ese contexto: si voy a encajar, si tengo ropa que me haga camuflarme
en el ambiente o si debería emborracharme (con su correspondiente dolor de
barriga) para sentirme más integrada y poder bailar sin que me dé vergüenza en
el caso de ir de fiesta. Todas esas ideas circulan por mi cerebro, aunque antes
de eso yo ya me he dicho a mí misma que no voy, que para qué si no me voy a
sentir cómoda y voy a arrepentirme (aunque sepa que la mayoría de las veces que
he ignorado ese pensamiento y me he lanzado, ha salido bien).
Simplemente me he dado cuenta de que dejo de
hacer cosas porque me dan miedo y me cuesta mucho pasar de esos pensamientos de
autoflagelación y autosabotaje. Estoy segura que en nuestro caso, el de las
mujeres, el contexto en el que vivimos alimenta esta forma de pensar: encaja, sé cómo queremos que seas porque esa
es la única manera que tienes de ser feliz.
Pero yo, más que vivir feliz, vivo amargada.
Y me he cansado.
Me doy cuenta de cuánto pesa sobre mí la losa
del aspecto físico, ese deseo de estar siempre perfecta, agradar a los demás y
ser reflejo de algo con lo que en realidad, ni siquiera me identifico. Estoy
delgada y me gustaría estar más gorda, pero estoy segura de que si estuviese
gorda, querría ser más delgada. Así es que como funciona este mundo. Y lo mismo
ocurre con el resto de rasgos físicos.
Las comparaciones, aunque me dé vergüenza
admitirlo, también forman parte de todo esto. Tiendo a compararme con otras
mujeres que me parecen más guapas, más inteligentes, más todo que yo. En esto
el patriarcado fue hábil, porque es lo que al final provoca los enfrentamientos
entre nosotras, que nos quitan las ganas y el tiempo para aliarnos.
No me culpéis, sé que vosotras me
entenderéis.
Pero todo esto no solo se refleja en el
aspecto físico, también en la forma de ser. Salir a relacionarme, interactuar y
enfrentarme a cosas nuevas es un reto cuando ya tienes asumido que hay cosas
que no son para ti. Te has definido
tanto que ya no eres capaz de saltar ese obstáculo que tú misma te has
impuesto.
Pienso en la cantidad de veces que he dicho
que no me gusta hacer tal o cual cosa porque en realidad lo que me pasaba es
que no me veía preparada para enfrentarme a esa situación y me da bastante
miedo.
Esto es para mí como una confesión que, por
desgracia, también será la de muchas mujeres.
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martes, 24 de enero de 2017
cuerpo - deseos
Las paredes se estrechan a medida que el
tiempo avanza. Este es el lugar donde nací y crecí y mis huesos, que cada vez
son más largos, ya no caben en las calles de esta pequeña ciudad. No estoy aquí
por elección propia, para mí esto supone una sala de espera, una antesala
insaltable a todo lo que mi cabeza idea para un futuro que a mis ojos todavía
es lejano, difuso y casi irrealizable, aunque el resto intenta consolarme
diciéndome que queda poco o prepararme para una posible decepción que me haga
acostumbrarme a permanecer anclada donde estoy. Solo la
distracción me aleja.
En enero hace frío, pero el mar es benévolo con sus huéspedes y con su brisa consigue regular una temperatura que, aún así, cala la piel de una humedad pegajosa. Me despierto y el té humea en la mesilla. No tengo más sueño, pero hay algunas mañanas en las que, cuando suena el despertador, no siento la necesidad de levantarme porque ya sé lo que me espera, sé lo que me deparará cada segundo del día y eso me pone de muy mal humor. Me visto, lavo mi cara y mis ojos hinchados, salgo a la calle. Allí, la gente camina ojeando los puestos de comida. Los vendedores gritan y al pronunciar los nombres de las frutas me transportan a cuando tenía doce años y acompañaba a mi madre a ese mismo mercado, para comprar esas mismas cosas, para ver a esa misma gente, pisando el mismo asfalto. Entonces me deprimo de nuevo.
En el camino me encuentro con una amiga de la infancia de la cual no recuerdo su nombre completo. Me saluda sonriente, lleva en su mano unas llaves y una bolsa de la compra. No sé si es un dato relevante, pero me parece interesante añadirlo sabiendo lo que va a contarme a continuación. Cuando examino su cara me parece que ha cambiado mucho desde que no la veo, parece que está cansada y que tiene prisa. Vuelve a sonreirme y me pregunta qué tal estoy. Le digo que bien. Le devuelvo la pregunta y me cuenta que se casa en cinco meses y que viene de encargar la tela para el vestido que llevará ese día, «su» día.
Ella mira mi cara y estoy segura de que piensa que la estoy juzgando. En cierto modo, lo hago, y me siento lejos de sus decisiones y de ella. En ese momento recuerdo cuando jugábamos en el colegio, a una edad en la que éramos iguales y teníamos los mismos deseos y planes de futuro. Pero ese momento es tan lejano que ya ni siquiera somos aquellas dos personas. Me despido, le sonrió y le deseo suerte. Este año voy a tener que asistir a una boda.
Mis vacaciones empezaron hace unos días y ya hace unas horas que deseo que terminen. Cuando tengo un poco de tiempo libre me da por pensar e imaginarme todo lo que no será posible que ocurra y que cambiaría mi vida. Todo lo que deseo que pase, o quiero hacer que ocurra que provoque esa transformación, la huida hacia delante.
A menudo pienso en el techo de cristal invisible, en la jaula de vidrio, la pecera que provoca sensación de libertad pero que bloquea los deseos, en la trampa. Para mí esa cárcel es este lugar. Ya no pertenezco a él, hace tiempo que mi cabeza ha volado lejos, pero mi cuerpo sigue aquí.
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